Si hay un común denominador en este momento en la vida de los inmigrantes en cualquier punto geográfico del planeta es, en definitiva, el miedo: a la violencia, al hambre, a la falta de trabajo, a las guerras, a las persecuciones y a las amenazas de muerte; pero también al acoso oficial, al racismo, al discurso anti-inmigrante, a la xenofobia, a la discriminación y a las deportaciones.
Allá y aquí el factor miedo, acompañado de indignación, de repudio y de combate, es tan creíble por evidente, que la sensación de estar atrapado sin salida aparente ha alterado de manera significativa la vida de todos.
Ya sea que desde Centroamérica, África o Asia se desplacen grupos humanos en busca de un polo de poder económico dónde subsistir, o que la comunidad inmigrante asentada en suelo estadounidense siga trabajando arduamente en función de sus familias, el temor al ataque verbal o físico en cualquier momento es ahora mucho más latente.
Se percibe, se huele, y no han sido pocos los casos con los que, al menos en este país, se ha documentado esa vergüenza nacional cargada de racismo y de odio al inmigrante —al “otro”— en aeropuertos, restaurantes, cafés, escuelas, hospitales, etcétera, en el último año.
Por otro lado, ahora mismo los pocos miembros de la Caravana de los inmigrantes que han logrado pasar a suelo estadounidense tienen que justificar el por qué han tomado la decisión de pedir asilo en Estados Unidos y convencer al funcionario en turno que existe un “miedo creíble” de que su vida corre peligro en sus lugares de origen.
¿Bastará con que expliquen que en las últimas dos décadas más de 275,000 personas han sido víctimas de la violencia en Centroamérica, según ha calculado La Prensa Gráfica, de El Salvador? ¿Que tan solo el año pasado se contabilizaron 14,682 homicidios? ¿Que algunos de esos asesinados han sido sus hermanos, padres, madres o hijos y que sobre algunos de ellos mismos pende una amenaza de muerte?
De la preparación, la sensibilidad y la información de que dispongan al respecto los funcionarios de inmigración que atiendan al grupo que logró pasar dependerá la comprensión integral del problema centroamericano y, por ende, el resultado de cada solicitud de asilo.
Pero lamentablemente, mientras ese “miedo creíble” toma forma con base en su propio protocolo legal, de este lado de la frontera la sensación de vulnerabilidad se ha instalado plenamente entre los inmigrantes que, quiérase o no, han incorporado la zozobra a su diario vivir en el ultimo año.
Así, el beneficiario de TPS, el Dreamer, el residente permanente, el ciudadano naturalizado, el indocumentado, los hijos estadounidenses de inmigrantes, los cónyuges, etc., se han convertido en el blanco perfecto de los ataques del actual gobierno que, desde la Casa Blanca, ha dictado una agenda tan profundamente anti-inmigrante, que ha desestabilizado en gran medida la relación que guardaban las autoridades y el grueso de la población con sus inmigrantes.
Esos nexos, hay que decirlo, son tan lentos y difíciles de construir, que pasarán muchos años para que se recobre la confianza plena, si es que alguna vez la hubo.
Por lo pronto, esa imagen de estar dentro de “la boca del lobo” —acosados por el fantasma de la deportación, por la cancelación de programas de protección migratoria y por el escrutinio cada vez más insolente de una parte de la población más extremista— lleva a exponer que acá también hay un “miedo creíble” a la violencia que esa agenda anti-inmigrante pueda provocar, ya sea aquí con la acumulación del odio hacia los inmigrantes, o allá con las deportaciones que podrían derivar en múltiples tragedias entre los que precisamente han huido de sus lugares de origen para salvar la vida.
Es un círculo vicioso cuya historia aún está por escribirse.