La migración hacia Estados Unidos proveniente especialmente de México y de países centroamericanos, en años recientes, no ha sido tan tensa y llena de advertencias, amenazas y confrontaciones incluidos los presidentes, como lo ha sido en estos 15 meses del gobierno de Donald Trump.
El claro endurecimiento de las leyes migratorias que buscan su cumplimiento a punto de deportaciones masivas y castigo con cárcel, e incluso también con enfrentamientos entre los tres poderes estadounidenses, han sido el común denominador entre las noticias que a diario ocupan titulares en medios impresos y electrónicos.
Aquellos que criticaban épocas de otros gobiernos por hablar sólo de inmigración, por encima de otros temas de interés general, ahora tienen el plato lleno.
Las duras medidas migratorias anunciadas por el presidente Trump, algunas motivadas por el enojo a juzgar por los hechos, han generado el rechazo de reconocidas organizaciones pro inmigrantes de alcance nacional, el reto de autoridades estatales, demandas ante las cortes y el impulso del activismo de cientos de organizaciones cívicas, que lejos de amedrentarse “le ponen el pecho a las balas”.
Es lo que hemos visto particularmente con mayor rudeza desde que Trump anunció el fin de DACA en septiembre de 2017 y en lo que va corrido de este año 2018.
Así lo demuestran las redadas masivas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), incluyendo lugares de trabajo, propiedad privada, residencias, calles y autopistas y hasta las cortes. El fin de programas como DACA y TPS. El cerco a ciudades ‘santuario’. Las deportaciones ‘express’. La apertura de casos de inmigración que habían sido cerrados administrativamente. La presión a las policías locales para ejercer la 287-g o cooperación con ICE. La militarización de la frontera, entre otras decisiones.
Este fenómeno migratorio está muy cerca de ser un desplazamiento forzado. Por estos días la atención ha estado centrada en la llamada “Caravana Viacrucis del Migrante” que inició justo en Semana Santa con la salida masiva de cerca de 1.500 hombres, mujeres y niños hondureños movidos por la crisis social, política y de inseguridad, a la que se unieron migrantes de otros países de la región.
Irineo Mujica, director de Pueblo Sin Fronteras, un grupo transnacional de activistas al frente de la caravana, ha dicho que “trata de ayudar a la gente para que tenga soluciones humanas y sensatas”.
También pusieron en aprietos al gobierno de México, al que Trump rápidamente acusó de no hacer nada para parar el tráfico de personas y de drogas, originando una fuerte respuesta del presidente Peña Nieto.
El gobierno de Estados Unidos advirtió sobre las consecuencias que les esperan a quienes pretendan ingresar ilegalmente al país. El fiscal general, Jeff Sessions, desplazó jueces de inmigración y fiscales a la frontera con el objetivo de detener y expulsar a integrantes de la caravana; la Secretaria de Seguridad Interna, Kristjen Nielsen, dijo que los casos se procesarían rápidamente; y el propio presidente quien en tuits ordenó impedir el ingreso de estas personas.
Mientras esto sucedía, se conoció un reporte del gobierno, publicado por el New York Times, que indica que desde octubre de 2017 más de 700 menores de edad han sido separados de sus padres en la frontera con México. Los menores son puestos al cuidado de servicios sociales mientras aparece un familiar residente en el país que quiera acogerlo.
La pregunta que queda en el aire es ¿quién se hace responsable por la salud de los menores luego de someterlos a un viaje casi inhumano atravesando desde Honduras hasta Tijuana, 2.700 millas (4.275 kilómetros) montados en un tren llamado “La Bestia”, trayectos en bus, con temperaturas extremas de calor y frío, sin higiene, sin dormir ni comer bien? ¿Y el trauma al ser separados de sus padres en un país desconocido? Me temo que conocemos la respuesta: !nadie!
Mientras tanto, el drama continuará en eso: un drama sin solución de un desplazamiento forzado originado en la corrupción e ineptitud de otros gobiernos.