Washington, DC.- El desdén con el que el actual gobierno de Estados Unidos ha tratado a México y a los inmigrantes mexicanos, sin que del otro lado hubiese habido una respuesta a la altura de las circunstancias durante el anterior régimen —en todo caso sumisión confundida con “diplomacia”— marcó una nueva etapa en la de por sí difícil e histórica relación bilateral.
Esos “vecinos distantes” que siempre han sido, a pesar de la inevitable cercanía geográfica que muchas naciones en el mundo envidiarían, han protagonizado inagotables episodios de amor-odio, que incluyen una guerra de por medio en el Siglo XIX y un tratado de libre comercio en el Siglo XX, revisado y reformado en este Siglo XXI recientemente.
Unión y desunión han sido la pauta de altibajos en tres siglos distintos en una relación más que accidentada, en la que sangre y fuego también han hecho acto de presencia.
Pero nunca había existido, como norma discursiva oficial, un ataque racial y tan discriminatorio desde las más altas esferas del poder estadounidense como en los tiempos que corren. Si algo ha caracterizado al gobierno de Trump ha sido precisamente su obsesión con México y todo lo que este país represente. En sentido negativo, por supuesto.
En contraparte, la desatinada invitación que hizo en 2016 el entonces gobierno de Enrique Peña Nieto al candidato presidencial Donald Trump a visitar México —donde se le dio una inmerecida recepción como si fuera ya “jefe de Estado” —, hasta la igualmente inmerecida condecoración del Águila Azteca que hizo el último día de su mandato al yerno del presidente estadounidense, Jared Kushner, la tolerancia al pisoteo fue una constante en los dos últimos años. Ofensa tras ofensa nacional.
Nada garantiza que el nuevo gobierno mexicano pueda acceder al diálogo con Trump, a pesar de los primeros visos de acercamiento con tenues declaraciones relacionadas con el tema migratorio en el sentido de que empresas y gobiernos inviertan en la región centroamericana para crear empleos y, con el tiempo, evitar que la gente tenga que emigrar por obligación. De hecho, el nuevo presidente mexicano firmó el mismo 1 de diciembre, día de su juramentación, el llamado Plan de Desarrollo Integral junto con El Salvador, Guatemala y Honduras, con el fin, según el contenido del texto, de prevenir el fenómeno migratorio atacando sus causas estructurales mediante “mayores oportunidades” en la región.
Pero la “fórmula mágica” de la inversión regional no es nueva, como tampoco es nueva la corrupción que consume los fondos destinados al mejoramiento de las condiciones de vida de los habitantes. Es algo endémico entre las rapaces élites políticas de la región latinoamericana, que a su vez provocan éxodos inevitables cuando dejan vacías las arcas de sus respectivas naciones.
Por ello, más que aspirar a que Trump le dé turno en su apretada agenda —sobre todo por la investigación de la Oficina del Fiscal Especial del Departamento de Justicia que lo tiene al borde de un ataque de nervios y de la consecuente extinción de su mandato—, México y el resto de América Latina, región de migrantes por antonomasia, tienen la oportunidad histórica de retomar un diálogo migratorio tantas veces interrumpido.
Es decir, un acercamiento verdadero para transformar sus dolorosas experiencias de desarraigo —por guerras, por desastres naturales, por falta de oportunidades de empleo, por economías fallidas, por hambre o por dictaduras de todo signo— en una nueva forma de entender el fenómeno migratorio y el multilateralismo regional en función de sus propias sociedades, no en beneficio del “coloso del norte”, al que se le han entregado, quizá, si no las mejores manos, sí la mayor energía humana de nuestros pueblos, con la que se ha logrado abrir una brecha que han seguido otros para asegurar, cuando menos, la sobrevivencia, pero a costa de beneficiar otro espacio geográfico, del que ahora mismo quieren ser expulsados.
Dado que el “trumpismo” se resquebraja a pasos agigantados, de tal modo que Trump mismo se ha olvidado de asegurar que México “pagará por el muro”, esa patética cantaleta con la que solía no hace mucho tiempo engañar y azuzar a sus bases, es momento de que el resto de países al sur del Río Bravo hagan una pausa en su reverencia histórica para con Estados Unidos y muestren un poco más de respeto por sus sociedades, a las cuales deben mucho, histórica y humanamente, sobre todo en el sentido de que emigrar es un derecho, sí, pero quedarse debería ser, igualmente, un honroso privilegio en mejores condiciones.