Washington, DC.- Durante los últimos poco más de dos años hemos sido testigos de un marcado deterioro de ese espíritu estadounidense que solía ser más solidario, y con el que se presumía ante el concierto de naciones de ser un país de inclusión. Ello, sin menoscabo de sus preceptos constitucionales, por supuesto, pero abriendo siempre una posibilidad a la esperanza, convirtiéndose a pesar de todo en una sociedad de vanguardia tendiente a la trascendencia histórica y a la recomposición demográfica como constante social.
En un abrir y cerrar de ojos, sin embargo, ahora no solo nos encontramos ante un panorama de terror en el que migrantes y aspirantes a serlo se han topado con un nuevo concepto de contrato social que incluye un capitulado de medidas, proyectos de ley, decisiones y órdenes que pretenden cercar su presencia y su avance en este espacio geográfico que es y ha sido en definitiva hogar de millones, sino que ha convocado a las peores manifestaciones del rechazo y del odio a hacerse eco de una retórica xenófoba y antiinmigrante.
No es condena, es un hecho; no es una crítica, es solo el resumen del registro de estos días que nos ha tocado vivir.
Y es esa retórica la que ahora mismo ha derivado, por ejemplo, en la peligrosa reaparición de milicias armadas fuera de la ley que se han autodelegado la función de detener migrantes en apoyo a la Patrulla Fronteriza en su intento de “defender la frontera”, que siempre resulta ser la del sur, con el fin de evitar que más indocumentados pasen hacia territorio estadounidense, en el contexto de las nuevas caravanas de centroamericanos que, asimismo, le han dado otra dinámica a la región latinoamericana en un Siglo XXI más tecnologizado, sí, pero más evidentemente pobre a la vez.
En efecto, la miseria humana, filosóficamente hablando, siempre colinda con la soberbia. Se excluyen, pero se complementan. Zolá, Maupassant y Victor Hugo lo descubrieron y plasmaron de manera magistral en sus obras para recordárnoslo a las subsiguientes generaciones que habitamos este planeta. Pero no aprendemos.
Así, sin más explicación, surgen grupos como el liderado por un tal Larry Hopkins, el United Constitutional Patriots (UCP), con armas en la mano, sin protocolos constitucionales y convirtiéndose en una fuerza de facto que daña aún más la ya maltrecha imagen del país autoconsiderado “el más desarrollado y poderoso” del mundo, pero en el que persiste esta clase de actitudes primitivas, como no hace muchos años lo hicieron los Minutemen, y con base en el prejuicio racial, fundamentalmente.
Es decir, si bien es cierto Hopkins fue descubierto y detenido por el FBI en Nuevo México acusado de posesión ilegal de armas de fuego y municiones, además de entrenar a su grupo para supuestamente atentar contra la vida del expresidente Barack Obama, la excandidata presidencial demócrata Hillary Clinton y el inversionista multimillonario George Soros —a todos ellos por, según él, apoyar al movimiento antifascista—, la proliferación de grupos como los que comanda (milicias nacionalistas blancas) no se va a detener de la noche a la mañana; es más, ahora mismo otros se estarán reagrupando amparados en el ejemplo presidencial de permanecer intacto tras la conclusión de la pesquisa del fiscal especial Robert Mueller y de los desplantes diarios sin ton ni son que emanan de una Casa Blanca portátil que literalmente se administra desde una cuenta de Twitter. Desde ahí, por ejemplo, también ha amenazado con enviar más tropas a la frontera con México.
No es seguro que desaparezcan tales agrupaciones, a pesar de los operativos del FBI, sobre todo porque ahora su existencia depende del fenómeno migratorio —quién lo iba a decir— dentro y fuera de Estados Unidos. Su ultranacionalismo es ya un muro infranqueable y con certeza seguirán utilizando la intimidación mediante las armas, que se sumará a todas esas medidas de control y disuasión migratoria que han alterado para siempre el curso demográfico nacional, continental y mundial, hasta que las nuevas generaciones de migrantes encuentren una nueva ruta de escape a su miseria, dejando atrás la opción estadounidense, cuya Estatua de la Libertad perderá vigencia en algún momento.
Y después este país podría quedarse, pasmado, “esperando a los bárbaros” que ya no llegarán, parafraseando a Cavafis.
En fin, cada país tiene el derecho de autoexhibir su verdadera esencia como mejor le convenga en un estadio específico de su propio desarrollo histórico. Estados Unidos, obviamente, no es la excepción, sobre todo siendo un país de leyes.
Pero el proyecto “trumpista”, que al parecer va más lejos de lo que imaginamos, podría convertirse en el preámbulo de su propia decadencia.