Washington, DC.- La reciente orden del juez federal Jesse Furman de que no se incluya en el Censo 2020 la pregunta sobre ciudadanía a las personas que habitan Estados Unidos conlleva no solamente es un revés para las pretensiones del actual gobierno de facilitarse la tarea de “marcar” a los que no desea que habiten este país.
Dicha orden judicial significa también la reivindicación de una postura incluyente que en las últimas décadas había venido siendo norma en la conformación de una identidad: la de una nación diversa y multicultural, cuya fuerza y crecimiento en todo sentido ha provenido directamente de su inmigración, regulada o no regulada, como lo indica su historia.
Así, la irrelevancia de una pregunta de tal naturaleza para un ejercicio exclusivamente de medición demográfica en la actualidad tiene su origen, por supuesto, en la politización del Censo y sobre todo en la postura anti-inmigrante de quienes despachan hoy en la Casa Blanca.
La ilegalidad en que según el juez Furman ha incurrido el Secretario de Comercio, Wilbur Ross, al incluir la pregunta del estatus migratorio en el próximo Censo representa solo un bloqueo momentáneo, que con toda seguridad enfrentará el gobierno federal, pues en otras épocas dicha pregunta sí era incluida, y no se sabe si la querella termine en la Suprema Corte. Quizá.
Pero el propio juez ya lo advirtió en su dictamen: “Cientos de miles —si no es que millones— no serán contados si se incluye la pregunta de la ciudadanía”.
En efecto, la natural inhibición a participar en el conteo se multiplicaría por millones, con el riesgo de que ciudades, distritos, vecindarios, estados pierdan considerables partidas presupuestarias, además de la fuerza política y económica que han adquirido gracias a los millones de inmigrantes que han dado vida, fe y esperanza a vastas regiones de Estados Unidos que, sin su presencia, no serían más que espacios decididamente decadentes. El acoso y los ataques mediante la retórica oficial, sobre todo contra la comunidad latina, dan constancia de esa posibilidad.
Hacia principios de este siglo, para el Censo de 2000, y luego para el de 2010, las campañas de propaganda para participar en el conteo eran épicas, y ya fuera en televisión, radio o medios impresos la insistencia radicaba en que no se tuviera miedo, que no importaba su estatus migratorio y que con sus respuestas se ayudaba, en mucho, a esta nación. “¡Hágase contar!”, rezaba un eslogan de campaña. Su efecto, por supuesto, potenció la participación.
El porqué en este gobierno las cosas se han torcido incluso en un ejercicio tan fundamentalmente cívico y constitucional como es el Censo se ha convertido en una pregunta de “Perogrullo”. No hace falta rascarle a la verdad porque las cosas están ahí, a la vista de todos, a flor de piel. Y puede haber miles de justificaciones, de parte de los funcionarios o de los habilitadores del gobierno, pero el hecho es que la dinámica social se mide por su riqueza económica, política, cultural, ambiental, etcetera, y no por el estatus migratorio de sus integrantes.
Esa enfermiza necesidad de excluir no precisamente al que es indocumentado, sino al que es indocumentado de piel morena, tiene siempre al acecho a quienes dictan tales medidas, propuestas o decisiones, a sabiendas de que la mayoría de quienes carecen de documentos en este momento nada tienen que ver con el perfil blanco al que aspira regresar esta administración.
En efecto, esta “cruzada” gubernamental, al igual que la necedad de construir un muro fronterizo que mantiene cerrado al gobierno, así como vetos migratorios o la separación de familias en la frontera como medida disuasoria son básicamente una cuestión racial, más que de política pública.
Pero en cuestiones demográficas, se tiene derecho a un Censo sin el temor a participar como inmigrantes.