Conforme transcurren los días en que los autoelogios presidenciales que emanan de la Casa Blanca son ya inevitables, pasando a formar parte del catálogo de cosas que en su sano juicio no debería hacer un mandatario que se respete, la historia continúa su rumbo sin que la perturbe el nuevo rostro que ha adoptado la política del absurdo.
Son otros los tiempos que nos ha tocado vivir, es cierto, convirtiéndonos en actores involuntarios de una trama para nada silenciosa en la que el poder y sus adláteres han quedado al desnudo, sin que el ropaje del anti-inmigrante discurso oficial cubra su verdadera esencia salpicada ya de la indeleble tinta del racismo y la xenofobia, que nos obligan a ver cómo se va perdiendo un país de inmigrantes.
Pero uno esperaría que la cordura llegase a tempestades antes de la siguiente barbaridad ejecutiva, así como se nos había empezado a convencer durante las últimas décadas de que el mundo era posible de otro modo con base en el esquema de una quintaesenciada “sociedad modelo” como la estadounidense.
Sin embargo, no pasa nada. La clase política se contrapuntea como tradición, el Congreso republicano sufre una parálisis partidista a su conveniencia, la trama rusa es hasta el momento solo una interesante novela policiaca por entregas, la división social es cada vez más evidente, mientras que las espeluznantes manifestaciones de furor hipnótico en los mítines de Trump entre sus seguidores se intensifican con cada gesto, ademán o risita sarcástica de su nuevo, blanco y exclusivo redentor. Es una película que ya vio el mundo en la Europa de los años 30 del siglo pasado.
Y él, tan quitado de la pena, continúa ocupando la oficina presidencial.
Mientras tanto, el cerco que por ejemplo ha tendido contra los inmigrantes se sigue intensificando, como si tratara de ganarse un trofeo al control demográfico —más por capricho que por política pública—; pero al mismo tiempo se está convirtiendo en el distintivo que lo hará caer tarde o temprano en sus propias contradicciones.
Y es sano advertir que el registro que de ello está haciendo la historia nos regalará más que un libro revelador de una sociedad que se ha atrevido a tanto, temerariamente.
Esa historia, en su momento, le dará voz a las familias separadas en la frontera; a los cientos de niños destinados a centros de detención sin la posibilidad de ver a sus padres en muchos de los casos; al sufrimiento de otros tantos de cuyo paradero se desconoce; al miedo a la detención que tienen los familiares de los niños en custodia de ICE que quieren reclamarlos; a los padres de familia deportados que no represetaban riesgo alguno para la seguridad nacional; a la amenaza latente de las redadas en centros de trabajo; a las detenciones en cortes migratorias, así como al tratamiento que ha dado a tragedias como la ocurrida en Puerto Rico el año pasado tras el paso del huracán “María”, vanagloriándose de haber hecho un “buen trabajo”, cuando la realidad en la Isla clama a los cuatro vientos todo lo contrario.
Estados Unidos se ha puesto al nivel del resto del mundo mostrando todos los defectos posibles de un Estado que no resuelve, sino que amplía casi a propósito el siguiente problema, enfocando toda su energía en imponer, más que en gobernar; un Estado que hoy reivindica una supremacía que no cabe ya en la composición geopolítica del Siglo XXI, pero que da coletazos desesperados por permanecer en la memoria colectiva buscando abrir aún más el considerable resquicio que abrió en 2016 en el país donde menos se esperaba que ocurriese un retroceso de esa naturaleza.
Pero mientras se profundiza el estado de negación permanente en que se encuentra el régimen, rechazando por todos los medios el contacto con el “Otro” —el de color, el extraño, el forastero, el que habla otro idioma—, ya la mano de obra inmigrante está dando una vez más la muestra de que su aporte es necesario e indispensable, al acudir en la reconstrucción inmediata tras el paso del huracán “Florence” en las Carolinas, limpiando las zonas destrozadas y arreglando techos de casas dañadas, sin presumir de ello, sin autoelogiarse, como lo hace todo el tiempo quien prefiere arrojar solamente toallas de papel.